Desperté
al oír su risa, pero yo no me encontraba en mi cama, estaba en un
camino antiguo lleno de polvo y bosques frondosos alrededor. Veía
todo en secuencias de tres segundos de parpadeo, el tiempo que
tardaba el cerebro en despertarse y decirme que no entendía nada.
Cuando todo se volvió más claro, me encontré rodeado de artistas
itinerantes que paseaban de un lado a otro entre sus carromatos.
Pasaron a mi lado sin que mi presencia supusiera algo fuera de lo
común pese a ser un completo extraño para todos ellos. En medio de
la algarabía, de las luces y los juegos malabares, todo enmudeció
unos instantes y volví a oír su risa. Era corta y sonora, como una
niña que ríe por algo que tú no entiendes y te enfurece porque
vuelves a ser pequeño y estúpido, pero que a su vez te tranquiliza
porque es dulce y te recuerda, que estas de nuevo en casa. Deambulé
entre la caravana buscando de un lado a otro, hasta que por fin la
encontré.
Ella
estaba sentada con su ropa de los domingos sobre una mesa, sus
piernas colgaban y se balanceaban alternativamente mientras sus manos
se apoyaban en los bordes de la parte delantera del tablero. Me
miraba con una sonrisa risueña. Su largo pelo rubio quedaba suelto a
merced del viento veleidoso, salvo por un pequeño lazo azul que lo
contenía. Quise decir algo, pero no pude, las palabras que acumulé
durante meses se agolpaban en mi garganta impidiéndome hablar.
Decidí acercarme a ella cuando descubrí que se hallaba en medio de
un gran charco. Miré mis pies cubiertos de barro.
Otra vez
aquella risa divertida y cariñosa, de una princesa halagada por las
tonterías de un aprendiz de caballero tratando de impresionarla. Me
dispuse a dar otro paso al frente, cuando mi pierna descendió
treinta centímetros en el agua. Miré incrédulo el charco que se
había vuelto mar y cómo su oleaje alejaba la mesa a la deriva.
Demasiado lejos para tan poco tiempo, demasiado rápida para
alcanzarla. Ella seguía sonriéndome, pero ya apenas oía su risa,
tan solo el viento. Me quedé viéndola partir, sin poder hacer otra
cosa que cambiar el polvo del camino, por la densa arena de aquella
solitaria playa.