El
viejo sentado frente al fuego, clavaba sus ojos con fijeza en el
reloj de cuco situado en la pared. Era una mirada que se encontraba
vacía de toda impaciencia. Observaba el tiempo sin importarle
realmente el avance de las agujas. Una espera que bien podría durar
una eternidad y que no por ello sería más larga.
Cuando
por fin sonaron las doce, nada ocurrió. Se apreciaba tan poco
movimiento en la sala, que bien podía parecer un cuadro situado en
la sala más oscura de un viejo museo. Tras pasar cinco minutos, dejó
escapar un suspiro cargado con cierta ironía y se levantó para
coger su pipa. Cuando regresó a su butaca y encendió la cerilla,
todo el fuego de la casa se desvaneció. El cuarto, evitó la
oscuridad total, debido al halo de luz que la luna filtraba a través
del amplio ventanal. De tal forma, que el rostro del anciano quedaba
partido entre la sombras y la penumbra total.
-Llegas
tarde- pronunció con un tono de voz cansado
-Eres
el único mortal, que sin agonizar por el sufrimiento, se quejaría
por cinco minutos más de vida
-Quiero
una última petición antes de cruzar
-No
está en mi mano decidir a donde irás
-Eso
ya no importa
-¿Que
deseas entonces?
-Tres
días y tres noches para leer el séptimo estante de mi biblioteca.
Allí se encuentran las memorias que escribí en vida.
-Comprendes
las consecuencias de esta petición ¿verdad? Si descubres asuntos
pendientes, por pequeños que sean, no podrás cruzar al otro lado.
-Necesito
recordar cómo he llegado hasta aquí, dónde estuve, cuantas veces
me caí y todo aquello que no pude lograr.
-Entonces,
que así sea
Durante
tres días y tres noches leyó y releyó su vida. Poco recordaba de
su infancia pero la rememoraba feliz.
“Hoy
es mi cumple. Cumplo seis años y papa y mamá me han regalado este
diario...” Aquellas primeras palabras, escritas con una caligrafía
torcida y sinuosa, constituían el principio de la historia de su
vida.
No
fue una lectura fácil. Disfrutaba con las subidas y sufría las
múltiples bajadas. Como había sido un gran escritor, más que meterse
en la historia, conseguía volver a vivirla.
Se
enamoró de su primer amor y volvió a verla alejarse por el
retrovisor, mientras avanzaba por la carretera camino de su nueva
casa.
Luchó
por ganarse a sus amigos y a ver como el tiempo les separaba. Volvió
a ver entrar y salir gente de su vida, algunos importantes y otros
que aparentemente no significaron nada.
Sonreír
al recordar personas o lugares a los que entonces no dio mucha
importancia, pero que a la larga marcarían su forma de ser.
A
redescubrir aspectos de su personalidad que creía muertos por el
continuo cambio del mundo.
Pero
sobre todo, a dejar de creer en las medias naranjas, cumplir sueños,
ver como el miedo le frenaba a veces, arrepentirse, enorgullecerse,
enamorarse, tener hijos, educarlos, preocuparse por ellos, perder a
sus seres queridos, tener nietos, cargar con la culpas, los
defectos...
Al
final del tercer día, cuando rozaba la medianoche, comprendió que
había jugado sus cartas lo mejor que supo, que volvería a cometer
los mismos fallos y aciertos. Fue honesto con quién lo merecía y
correcto con quién no.
Pero
que sobre todo, entendió que cada uno de los fallos y aciertos que
había cometido, le habían llevado por un camino que le situaban
donde estaba ahora. Sería discutible hablar de buena o mala suerte,
de justicia o injusticia, de azar o destino...ahora ya poco
importaba. Cambiar acontecimientos supondría infinitos futuros
diferentes y él se sentía feliz con lo que tenía. Por fin todas
las piezas del rompecabezas encajaban.
Y
con un fogonazo cegador, la luna bajó el telón tras la
decimosegunda campanada...
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